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Mi vida con tripofobia

Desde pequeña le he tenido mucho miedo a los huequitos. A muchos huequitos juntos, pegados, como los panales de abejas, como los corales, los parlantes, encajes, girasoles, como a ¡todo!

No sé si voy a ser capaz de escribir este artículo. Pero bueno, aquí vamos.

Tener una fobia es una mierda. La gente suele sentir miedo y asco por un sinnúmero de cosas, pero una fobia te paraliza, te incapacita, pierdes el aire y a veces hasta sientes que puedes morir.

Desde pequeña le he tenido mucho miedo a los huequitos, a muchos huequitos juntos, pegados, como los panales de abejas, como los corales, las bocinas, encajes, celosías, erizos, girasoles, y ¡todo!

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Y claro, después de horas y horas de psicoterapia y psicoanálisis descubrí que tengo una fobia y que se llama tripofobia. Así que ahora simplemente le digo a la gente que busque en Google, porque es más común de lo que se cree, y porque, además, cada vez que tengo que explicar cómo es mi fobia, imágenes mentales empiezan a aparecer, y una sensación empieza a subir por mi columna, un sentimiento indescriptible que solo alguien con una fobia puede entender. Se trata de un miedo que no viene del estómago, sino de la espalda, del cerebro. No es un miedo central, es un miedo periférico. Solo con escribir lo anterior estoy empezando a hiperventilar.

Hay cosas que sé ahora gracias a la terapia. Por ejemplo, sé que las fobias tienen su origen en un trauma, y sé también cuál fue el mío.

Todo comenzó antes de cumplir diez años. Mi papá amaba pescar y yo era algo así como su amuleto de pesca, así que cuando pescábamos algo importante, como una cachama o una payara, guardábamos los dientes afilados como trofeos. Un día, apareció sobre el borde de la ventana de la cocina un hueso de pescado ovoide y plano, del tamaño de la palma de una mano, blanco y lleno de huequitos. Miles de huequitos concéntricos, y adentro de cada huequito una estrella de doce puntas, algunas de ellas un poco sucias. Ese objeto que parecía estarse secando al sol me atormentaba cada día de mi vida, y mi papá, al darse cuenta de mi temor, hizo lo que cualquiera hubiera hecho: obligarme a cogerlo entre mis manos sin llorar. Obviamente lloré.

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En esta imagen: A la izquierda el esqueleto de una cachama. A la derecha la cabeza de una temible payara.

Así que desde ese momento se convirtió en su misión y divertimento exponerme a todo lo que tuviera huequitos: guardaba un panal de abejas entre sus herramientas y en el mar, cuando las olas se alejaban de la playa y el aire entraba en la arena dejando huequitos, me obligaba a caminar por ahí.

La cosa fue empeorando con los años y las crisis eran cada vez más incontrolables. Conocí lo que era un ataque de pánico y mi hermana se convirtió en la única persona en el mundo que sabía calmarme. ¿Cómo lo hacía? Nunca lo he comprendido completamente; a veces hacía la maniobra de Heimlich, o me sobaba el pabellón de la oreja izquierda con el meñique.

Cuando remodelaron la biblioteca de mi universidad, algún genio decidió que se vería divino si el techo estuviera lleno de huequitos de todos los tamaños. Emocionada por descubrir cómo habían quedado las nuevas instalaciones, renové mi carné y entré, di dos pasos y salí corriendo y gritando. Había perdido la posibilidad de volver a uno de mis lugares favoritos y, de paso, había hecho el oso en el epicentro de la comunidad universitaria.

Hubiera sido demasiado complicado para mí convertirme en cantante.

Según la psicología tradicional, para tratar una fobia existen cuatro métodos. El primero es exponerse paulatinamente al objeto de temor; el segundo, conseguir la mayor cantidad de información sobre el objeto temido para ir cobrando confianza; el tercero, recurrir a la imaginación para enfrentarse al objeto sin tener que verlo en realidad; y el cuarto, el método de choque: una exposición forzada y prolongada con la fuente de la fobia hasta que uno sea capaz de controlar la ansiedad.

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Los cuatro suenan aterradores para mí. Y por los cuatro pasé para elaborar las herramientas con las que ahora cuento para poder controlar, aunque sea un poquito, mi primera reacción al encuentro. Porque ese es el momento definitivo; si en el primer encuentro logro cerrar los ojos, respirar profundo y pensar en superficies lisas, todo puede estar bien.

Mi experiencia de choque me hizo creer que me había curado del todo. Hace más de cinco años viajé a Providencia, una isla en el Caribe colombiano, y aprendí a bucear. Por la emoción olvidé que bajo el mar vive la gran y horrorosa mayoría de cosas con huequitos que existen. Por lo que en el descenso me encontré atrapada, hiperventilando con una boquilla de oxígeno gigante que llenaba toda mi boca mientras el instructor agarraba mi mano para obligarme a tocar un coral naranja que soltaba un polvillo que te dejaba la mano fosforescente. Ni si quiera podía enroscarme en posición fetal o gritar, que son las reacciones físicas inmediatas de alguien experimentando una fobia. Cuando llegué a la superficie pensé si pude con esto, puedo con todo.

Así que volví a emprender la misión de sacar un libro de la biblioteca, y con las manos en forma de visera sobre mis ojos, entré corriendo, tomé rápidamente el libro y se lo entregué al bibliotecario. Misión cumplida. Así hice hasta que me gradué.

Pero me di cuenta de algo, y es que esta fobia me acompañaría por siempre. Porque volvió, y sigue volviendo, como una onda que a veces se intensifica y alcanza una cresta donde estoy hipersensible y me asustan incluso los poros de mi cara y otras en las que siento que puedo verlo y tocarlo todo.

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He llegado a vomitar una ensalada después de ver que los huequitos debajo de los champiñones eran demasiado profundos pero también he comprado miel con panales dibujados en la etiqueta. Mis ataques de pánico cada vez son más espaciados.

Mucha gente me ha dicho que desde que les conté de mi fobia descubrieron que también la tenían, pero eso es porque personas malvadas se han dedicado a hacer montajes en photoshop de imágenes horripilantes de piel y partes humanas y frutas. Y les da impresión y asco, pero dudo mucho que sea una fobia.

No existe algo así como un grupo de tripofóbicos anónimos, pero gracias a la bondad universal existen foros en internet a los que es muy difícil llegar sin encontrarse con alguna imagen, pero en los que, como en cualquier grupo de apoyo, podemos contar con los demás para vivir y luchar contra este problema de ansiedad patológica. A los foros solo entro cuando estoy segura de que las historias de los otros no me harán tener pesadillas.

Hoy escribo esto pidiendo a mis compañeros de trabajo que busquen las imágenes y estadísticas por mí, solo por evitar un encuentro desagradable con una flor de loto o un sapo de Surinam que me hagan devolver la mojarra que almorcé hoy.

Quizás en medio de estas imágenes tu también descubras que, como yo, haces parte del 16 por ciento de la población mundial con miedo a los huequitos.