Identidad

Para los mexicanos en Estados Unidos, la alegría es un acto de supervivencia

El mayor desafío es recordarme todos los días que merezco vivir y tener un espacio en este mundo.
Alex Zaragoza
Brooklyn, US
DS
traducido por Daniela Silva
vigilia por víctimas del paso
Mark Ralston / Getty Images 

Artículo publicado originalmente por VICE Estados Unidos.

Cada vez que entro a algún lugar, inmediatamente ubico las posibles salidas, escondites u objetos con los que podría protegerme si un hombre –un hombre blanco, lleno de odio– entra por la fuerza y empieza a disparar, dejando agujeros en familias y comunidades. Esto se ha convertido en algo común para las personas en EE. UU., una especie de ejercicio mental horrible para la supervivencia. Y con cada noticia que nos alerta sobre otro tiroteo, se siente menos como un fenómeno trágico y más como algo inevitable. El martes por la noche, sonó el escape de una motocicleta en el Times Square, y la gente entró en pánico y empezó a correr por su vida, temiendo que fuera otro tirador. Así de mal está nuestra ansiedad cultural, pero también es la realidad con la que las personas negras y de color han vivido desde siempre.

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Como mexicano-estadounidense, todo esto se ha visto agravado por el recordatorio constante de que mi vida es considerada inútil, prescindible y una plaga para este país. Desde las burlas en mi infancia hasta las noticias diarias sobre los ataques contra mi comunidad, toda la vida me han dicho que no soy digno de espacio o humanidad. Ahora, los mexicanos y los centroamericanos están siendo perseguidos por los supremacistas blancos y las agencias gubernamentales, fortalecidos por la retórica de odio y las políticas que vienen desde arriba.

En el momento en que Patrick Crusius ingresó al Walmart de Cielo Vista en El Paso, tenía una misión: matar a la mayor cantidad posible de mexicanos, disuadir lo que llamó una "invasión hispana de Texas" en un informe de 2,300 palabras que publicó en línea. Estaba tan concentrado en esta misión que condujo casi 10 horas desde su casa en Allen, Texas, a la ciudad fronteriza de El Paso para poder encontrar a la mayoría de los mexicanos que matar.



Tal fue su odio, alimentado por el racismo infundido por Donald Trump, quien se ha referido a los mexicanos y centroamericanos que vienen a Estados Unidos como una "invasión"; quien nos ha llamado violadores y criminales; quien ha encerrado a nuestros hijos en jaulas y ha separado a nuestras familias; quien ha confinado a nuestra gente a campos de concentración inhumanos en la frontera; quien, cuando advirtió de esta "invasión", sonrió y bromeó después de que alguien en su audiencia gritó, "¡Dispárales!".

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Ahora 22 personas, la mayoría mexicanos, están muertas, muchas otras están heridas y toda una comunidad, en El Paso y más allá, está de luto y vivirá con el trauma en las generaciones venideras.

A pesar de todo esto, tenemos que seguir adelante con nuestra vida. Y no es fácil vivir como si nada –ni se diga vivir con alegría–, cuando temes por tu vida, la de tus seres queridos y la de las personas de tu comunidad. Estos tiroteos, junto con los agentes de ICE y de la Patrulla Fronteriza que hacen todo lo posible para sacar a las personas del país y la retórica de odio que rodea nuestra existencia, crean un pánico interminable, que infringe nuestra capacidad de disfrutar o incluso de tener esperanza, que es esencial para vivir una vida digna donde podamos perseguir sueños y oportunidades sin preocuparnos por el miedo. Cuando los espacios públicos donde nos congregamos, compramos, aprendemos, ganamos dinero o disfrutamos de algo que amamos se llena de peligros, hace que las reuniones comunitarias específicamente destinadas a nutrir la resiliencia sean inseguras.

Tenía menos de un mes de nacido cuando, el 18 de julio de 1984, James Huberty abrió fuego contra un McDonald's de San Ysidro, ubicado al otro lado de la frontera entre San Diego y Tijuana, y mató a 21 personas. "Voy a cazar… a cazar humanos", le dijo a su esposa antes de partir para incitar esta masacre. Años más tarde, después de la escuela tenía que esperar a mi mamá en un McDonald's diferente hasta que pudiera recogerme. La gente todavía señala el lugar donde ocurrió el asesinato en masa cuando pasan por ahí: "Ahí fue donde asesinaron a todas esas personas". No lo olvidamos.

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Al igual que muchas de esas víctimas en El Paso, yo también crecí en la frontera entre Estados Unidos y México, cruzando diariamente desde Tijuana a San Diego, con el odio, las burlas, la satanización, el ridículo, las armas usadas por el ejército y los federales, y el miedo que conlleva ser mexicano y vivir en un espacio fuertemente politizado. Al igual que en El Paso, el racismo siempre ha sido incontrolable. Desde el chico blanco de la universidad que me ofrecía dinero para planchar sus camisas; hasta los agentes de la Patrulla Fronteriza que cuestionaban mi propia existencia diariamente; hasta el agente que hizo que me quitara la ropa interior para demostrar que estaba en mi período y no contrabandear drogas en mis toallas sanitarias a los 16 años; hasta el cadáver de un hombre migrante que vi salir de la autopista después de ser atropellado por un automóvil; hasta las cruces de madera que recubren los muros fronterizos del lado de Tijuana en memoria de todos los que han perdido la vida; hasta el novio que me preguntó por qué mis padres "retrocederían" al regresar a México; hasta las horas que esperas en un automóvil para llegar al otro lado (lo que llamamos Estados Unidos); hasta el hombre blanco de 21 años que entra a un Walmart y masacra a 22 personas; el racismo es constante. Y con cada nueva política xenófoba que se lleva a cabo, se extiende.

Casi todos los días, especialmente desde que me llegaron las noticias del tiroteo en El Paso, me despierto adolorida, mi cuerpo rígido por el dolor al apretar la mandíbula y permanecer tensa durante horas, no solo durante mis horas de vigilia, también mientras duermo. Tengo pesadillas. Hace poco, fui al médico porque empecé a experimentar palpitaciones cardíacas y la doctora me preguntó si estaba estresada: "Soy una mujer mexicana de la frontera que trabaja en una industria implacable", dije. "Sí, estoy bastante estresada". Mi ojo tiembla constantemente, y mi cabeza late regularmente, especialmente cuando trato de reprimir las lágrimas mientras estoy sentada en mi escritorio tratando de cumplir con las cuotas que me mantendrán empleada.

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Me pongo nerviosa cuando alguien se me acerca de sorpresa. Cuando mis compañeros de trabajo me preguntan si estoy bien –ya sea por lo del El Paso, las redadas de ICE, la violencia en la frontera o lo que sea por lo que está pasando mi gente– o lloro incontrolablemente mientras un terrible nudo en la garganta me sofoca lentamente, o recito las palabras ensayadas que me librarán del desorden emocional en el que podría convertirse mi día. Tomo descansos para llorar en el baño, luego me seco las lagrimas, me lavo las mejillas con agua y vuelvo a trabajar. Intentó sacar poco a poco el dolor, con la esperanza de que algún día se termine todo el dolor y el temor que se acumula en mi pecho, y darle a otras personas como yo, el consuelo o la tranquilidad de que no están solos.

He vivido con esta sensación la mayor parte de mi vida, hasta el punto en que me he acostumbrado, incluso insensibilizado, pero últimamente, me he preguntado: ¿cómo se puede prosperar en estas condiciones? ¿Cómo encuentras la felicidad? ¿Dejas de lado tu miedo y tu pena porque, francamente, tienes problemas más inmediatos que resolver? ¿Lo ignoras hasta que puedas manejar el maremoto de emociones que te superarán? ¿Te acuestas y lloras? ¿Te escondes? ¿Te mantienes con la frente en alto y proclamas que esto no te romperá, y eliges luchar de cualquier manera que puedas? ¿Intentas hacer todo al mismo tiempo? ¿Tienes otra opción?

Es injusto. Pero ciertamente no tenemos otra opción.

El mayor desafío es recordarme todos los días que merezco vivir y tener un espacio en este mundo, y recordarle a las personas a mi alrededor que se ven afectadas por la degradación de su humanidad, que ellas también lo merecen; que nuestra piel negra y de color es hermosa, y que nuestra carne y huesos, mentes y corazones merecen vivir y florecer; que somos el emblema vivo de la supervivencia, prueba de que nuestros antepasados negros y de color no fueron diezmados por completo por los blancos. No podemos vernos a nosotros mismos como los demás nos ven a nosotros. Algunos ya estamos perdidos en esto, porque la supremacía blanca ha fluido viciosa y profundamente por las venas de nuestras diversas culturas y ha logrado convencer a muchos de que solo son buenos si son blancos; ha convencido a nuestras sociedades de que la blancura es sagrada y debe protegerse a toda costa.

Entonces, ¿cómo continuamos viviendo o encontrando alegría? Simplemente hay que hacerlo. Tenemos que hacerlo. No hay elección que no equivalga a nuestra muerte espiritual. La alegría se vuelve difícil para mí cuando siento que la supervivencia es lo mejor que puedo conseguir. Pero he aprendido que la alegría es una parte vital de la supervivencia. Sonreír, bromear y amar; tomar una cerveza con amigos y llamar a mi mamá y decirle "te quiero mucho, mami"; es intrínseco a la supervivencia. Nos levantamos por la mañana y nos decimos a nosotros mismos: "somos dignos, no seremos diezmados: viviremos".

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