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el número del viaje de fin de curso

Desmayarse es el otro lenguaje universal

La gente lleva yéndose de vacaciones para acabar hechos mierda y tomar malas decisiones desde la antigüedad, y esto no va a cambiar hasta que los extraterrestre desciendan de los cielos y esclavicen nuestro asalvajado planeta. Con intención de ampliar...

La gente lleva yéndose de vacaciones para acabar hechos mierda y tomar malas decisiones desde la antigüedad, y esto no va a cambiar hasta que los extraterrestre desciendan de los cielos y esclavicen nuestro asalvajado planeta. Con intención de ampliar nuestros horizontes, hemos investigado el desmadre en todo el mundo pidiendo a nuestras oficinas que exhumaran sus más extrañas y alcoholizadas historias de vacaciones que terminaran mal –o bien, depende de cómo lo quieras ver.

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Una pliza en Tijuana
por Rocco Mastrantoni IV

Cuando tenía 19 años y vivía en Las Vegas, en mi coche, con mis colegas Sam, Tommy y Fat Dave, decidimos ir los cuatrode vacaciones a Tijuana. Condujimos hasta San Diego, alquilamos una habitación en un motel barato, dejamos allí nuestros coches y cruzamos la frontera a pie. Nadie nos pidió nuestros documentos de identidad. “¿Qué ha pasado?”, dijo Sam cuando estuvimos al otro lado. “¿Estamos en México?” Paramos un taxi, y el conductor nos dejó claro que estábamos oficialmente al sur de la frontera. No entendía una palabra de lo que decíamos hasta que Sam soltó, “¡Llévenos a la fiesta!” Esa frase, por fortuna, la conocía.

   Nos dejó en el centro de Tijuana, donde acabamos en un club con consumiciones baratas y strippers aún más baratas. Vinieron, se sentaron en nuestras rodillas y nos dejaron a pagar una cuenta en pesos equivalente a 200 dólares, más dinero del que teníamos entre todos en el banco. Cuando nos quejamos, un portero del tamaño de un gorila nos expulsó. Para calmar los nervios y cuidarnos las heridas, reunimos el dinero que teníamos e intentamos comprar píldoras para dormir en una farmacia, pero no teníamos suficiente. Terminamos en otro club, un tugurio donde por 20 dólares podías beber sin límite. Nos pusimos a trasegar chupitos y cervezas tan pronto entramos en el local. La priva me envió directo al motel unas horas más tarde, y desperdé a la mañana siguiente con mis amigos aporreando la puerta. Sam no estaba con ellos. “La hostia, ¡está muerto!”, explicó Tommy. Habían perdido de vista a Sam y llevaban horas buscándolo. La única pista que tenían era ominosa: en un callejón cercano al club encontraron su camiseta cubierta de sangre.

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   Regresamos al centro de Tijuana para volver sobre nuestros pasos de la noche anterior, pero ni siquiera las sucias strippers habían visto a Sam. Después de horas buscando e indagando en prisiones mexicanas, por fin condujimos de vuelta al motel, pasmados y derrotados. Antes de ir a nuestra habitación, la chica del mostrador nos señaló el parking, donde un “americano gordo y apestoso” justo acababa de llegar. Era Sam. Tenía un ojo a la funerala, la nariz rota y un sangrante corte en zigzag en la frente. Estaba radiante de orgullo y gritaba, “¡Me atracaron en Tijuana!”

   Sam nos contó lo sucedido: había salido del club para tomar el aire y dos matones le pegaron por sorpresa, le arrastraron al callejón y le pegaron una paliza, quitándole los únicos diez dólares que llevaba y dejándole allí inconsciente. Despertó a la mañana siguiente con un enorme tajo en la cara. Se quitó la camisa e intentó detener la hemorragia, dando tumbos por las calles de Tijuana, descamisado y sangrando. Un vagabundo le dio la ajada camiseta que llevaba y le indicó la dirección del hospital. Un nervioso enfermero en prácticas le puso tres puntos para cerrar la herida. En la frontera, un funcionario americano les pidió a Sam el pasaporte. “Amigo”, le dijo Sam, “vivo en un coche, tengo 19 años y me acaban de robar en Tijuana. Se lo llevaron todo”.

Dos ojos morados, una mañana de vergüenza
por Sienna Doll

Aquí, en el hemisferio sur, las vacaciones de Navidad sustituyen a las de primavera. Si vas al instituto, esto significa dos largos meses de sol y apenas supervisión parental. Teniendo ahorrado todo lo que había ganado trabajando de canguro y habiendo convencido a mis padres de que era lo bastante responsable como para pasar un fin de semana lejos de ellos, me fui a Wilsons Prom, un paraíso costero a un par de horas de Melbourne. En Prom, una noche, después de unos vodkas y una sesión de magreo con un chico desconocido, me dirigí a donde había acampado y me di cuenta de que llevaba puestas sus chanclas. Era una noche oscura como boca de lobo, y al volver corriendo para devolvérselas me di con él de bruces; iba de camino a mi tienda para darme mis zapatos.

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   A la mañana siguiente estaba sentada fuera, cuidándome un ojo morado y una cantidad considerable de vergüenza cuando el chico pasó a mi lado con un aspecto similar. A pun to estaba de hablar del tema cuando vi su cara y me di cuenta de que no me había reconocido. De hecho, preguntó, “¿Qué le ha pasado a tu ojo? Al mío no lo sé, me debe haber picado un tábano”. Allí sentada, viendo cómo mis miedos adolescentes de ser prescindible y olvidable se convertían en realidad, busqué algo ingenioso que decir. Al no ocurrírseme nada, me limité a mirar hacia otro lado y decir, “Sí, a mí también”.

¡A ver, con ese dedito!
por Sander Roks, foto de Koen van Bommel

Renesse es un pintoresco pueblo costero holandés de 1.500 habitantes, popular entre los chicos demasiado jóvenes o sin la pasta necesaria para irse a privar a España o Francia. Puede que no tenga la reputación de una capital europea de la fiesta, como Berlín u otras ciudades despreocupadas, pero es frecuente que los campings playeros se llenen de adolescentes borrachos cuasando barullo en las dunas al estilo de El señor de las moscas.

   Hace diez años fui a Renesse con siete amigos. Levantamos dos tiendas enormes, con camas y hasta un hornillo. Las vacaciones estuvieron llenas de bromazos, que algunos de los otros chicos no encontraron nada divertidos. Me acuerdo de una chica gótica que me persiguió con un cuchillo de untar el pan porque nos meamos en su colada y vaciamos latas de sopa sobre su tienda. La segunda noche, uno de mis amigos se metió en problemas algo más graves. Se lo llevaron en un coche de la policía y pasó la noche en una celda. Vimos cómo le arrestaban, pero no teníamos ni idea del por qué. Los polis solo dijeron que había “acusaciones muy graves” contra él. A la mañana siguiente volvió al camping sin un solo arañazo. Al parecer le había estado metiendo el dedo a una chica en una esquina oscura de un club cuando la chica cambió de opinión y fue a la policía diciendo que la habían violado. Mi amigo es un cabrón bastante repulsivo, pero los cargos no tardaron en retirarse. Fue puesto en libertad sin que pareciera muy impresionado por la experiencia. A la chica, en cambio, la retuvieron para hacerle un interrogatorio.

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El barco sin control
 por Christian Belgaux, foto de Stephen Butkus

Hace unos meses me apunté a hacer unas fotos en un evento de cata de alcoholes que tendría lugar en un viaje en barco de 48 horas de Oslo, Noruega, a Kiel, Alemania, y de regreso a Oslo. Un montón de chavales noruegos iban a emborracharse por primera vez en un barco, porque para ellos es más fácil conseguir alcohol en Alemania que en su país natal. Subí a bordo pensando que me lo iba a hacer de profesional y sin creer que tuviera que ponerme el puto pijama de una pieza que había metido en la maleta por si acaso hacía frío por la noche.

   Al principio estuve haciendo mi trabajo, tomando fotos, pero todo se fue al traste en cuanto empecé a aprovechar las ventajas de tener tanto licor gratis a mi alrededor. Muy pronto, en vez de tomar fotos de lo que fuese, estaba haciéndole fotos a unas chicas de veintitantos que se estaban desnudando en uno de esos pasillos horteras que parecen como si pertenecieran a una cadena hotelera. Y después ya no hice más fotos. Me descubrí a mí mismo en el casino fingiendo ser un jugador profesional, peleándome con dos hombres mayores gay en el bar, y coronándolo todo con una reconstrucción (yo solo) de la escena final de Dirty Dancing. Todo un espectáculo para los alemanes que subieron al barco a las 7 de la mañana. Al final del viaje me desperté en un pasillo, vestido con mi pijama de una pieza. Lo único que recuerdo fue oír la última llamada al barco para volver a Alemania.

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La invasión de Florida
por Ben Pobjoy, foto de Gordon Ball

En 2002 le pidieron a mi mediocre grupo hardcore que diera un concierto en no sé qué festival en Orlando, Florida, durante las vacaciones de primavera de mi universidad. No nos lo pensamos dos veces ante la oportunidad de escapar de la deprimente y nevada tundra del invierno canadiense. Localizamos en Toronto un sitio de alquiler de vehículos que ofrecía un pack barato de tres días con kilometraje ilimitado, pillamos una furgoneta y nos lanzamos a la carretera. Condujimos autopista abajo siguiendo la línea de la costa, dividiéndonos la conducción en tres turnos de ocho horas y meando en marcha por la puerta abierta de la furgoneta para no perder tiempo deteniéndonos a cada momento.

   Tras el concierto compramos bebercio a tutiplén y montamos una fiesta épica en la piscina del motel que acabó degenerando en la estereotípica bacanal rocanrolera cuando en pleno ciego etílico destrozamos nuestra habitación. Tronchamos dos camas por la mitad. A la mañana siguiente, viendo el desastre que habíamos provocado, empezamos a preocuparnos y, obedeciendo a la lógica de nuestras crueles resacas, nos marchamos del motel sin avisar para no tener que pagar los destrozos y nos dirigimos a Daytona Beach. Estábamos todos de buen humor y yo me puse un tanga con un enorme espacio para alojar el paquete con el lema LA CASA DEL WHOPPER. A un grupo de paletos no les hizo gracia y empezaron a llamarme maricón. Nos persiguieron hasta la furgoneta y decidimos emprender las 24 horas de regreso a Toronto.

   Devolvimos la furgo. Habíamos hecho casi cinco mil kilómetros en 60 horas. El que nos la había alquilado nos dijo, “Joder, chavales, ¿es que os habéis ido a Florida o algo así?” Nos reímos. “Sí, tío, eso hicimos, y FUE LA HOSTIA”.

Más fiestukis a lo loco en los próximos días.