Entre los 18 y los 24 años cogí el tren cada día, como miles de chavales de la periferia de Madrid. He comido, he bebido y he fumado en el tren. A los 20 inicié un proyecto que consistía en llevar la cuenta de las veces que los seguratas me decían que bajara los pies del asiento, pero se me olvidó pronto. He leído mucho y he dormido más aún en la RENFE, he presenciado un par de robos y alguna discusión. Y una vez, una sola vez que recordaré para siempre, un desconocido me habló.
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Venía de visitar a mi entonces novio, que estaba ingresado en el hospital. Tenía 20 años y creía que aquello era el fin del mundo. Entonces un señor que me vio llorando se acercó, me agarró de los hombros y me dijo "sea lo que sea lo que te preocupa, pasará". Yo solo le dije "gracias", pero me acordaré de su cara para siempre.
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Seis años después del gesto de aquel hombre, decidí replicarlo. Me pasé una mañana entera de tren en tren, hablando con desconocidos -no era necesario que fueran llorando- sin decirles que era periodista hasta avanzaba la conversación. Y, al contrario de lo que esperaba, nadie me tomó por loca. O al menos eso creo.
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Seis años después del gesto de aquel hombre, decidí replicarlo. Me pasé una mañana entera de tren en tren, hablando con desconocidos -no era necesario que fueran llorando- sin decirles que era periodista hasta avanzaba la conversación. Y, al contrario de lo que esperaba, nadie me tomó por loca. O al menos eso creo.
9:20 a. m., C4 dirección Alcobendas: Juan, 22 años
Juan estudia un máster de biotecnología molecular, es de Salamanca y ha llegado a Madrid hace tres meses. Del libro que sostiene entre las manos solo puede decir que está protagonizado por una chica que se llama Clarissa y que es hija de un militar, porque se lo regalaron sus padres por Reyes y todavía no lo lleva muy avanzado.
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Vive en Manoteras porque "es donde encontró casa", pero hasta que encontró casa dio con pesadillas inmobiliarias como un local comercial cuyo dueño ofrecía como vivienda, con su escaparate y todo. Lo que menos le gusta de Madrid es, precisamente, el tiempo que se pierde en el transporte público. "Los que sois de aquí no os dáis cuenta, pero los que venimos de fuera no estamos acostumbrados a pasarnos, como mínimo, 20 minutos en el metro para llegar a cualquier lado", me dice antes de despedirnos.
10:00 a. m., C4 dirección Parla: Paula, 18 años
Paula vive en Alcobendas, y cuando le confieso que no he ido nunca me responde que es un pueblo normal, solo que con una de las urbanizaciones más pudientes de España en su seno. Me cuenta que hubo incluso un movimiento independentista, que los de La Moraleja se querían separar pero que los de Alcobendas no querían porque con los impuestos que pagan Sergio Ramos y el resto de millonarios que viven allí les arreglan las calles a todos.
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Me pregunta qué he estudiado y, cuando le respondo, me habla de su madre y de su padre, que curran como periodista y realizador respectivamente. Su madre quería que estudiara ADE. "Le dije que, como ella no tenía una empresa, no iba a encontrar ninguna empresa que dirigir cuando acabara la carrera. Y creo que lo entendió". Durante un tiempo, Paula pensó que dedicarse a la política era buena idea, pero luego reparó en que para eso tenía que afiliarse a un partido político. Cuando le digo que a cuál se afiliaría se encoge de hombros. "A Ciudadanos y al PP no, eso seguro".
11:10 a. m., C3 dirección Aranjuez: Jorge Luis, 21 años
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También le chocó que había menos trabajo del que pensaba cuando aterrizó. "Me recomendó para trabajar en la Feria de Madrid un amigo de mi madre. Ahora a él lo han despedido y yo me he quedado", me dice. Ha vivido en Getafe y en Entrevías, y le parece que Villaverde está lleno de dominicanos. "A veces salgo a la calle y me pregunto dónde están los españoles, tengo la sensación de estar en mi país", me cuenta. Cuando le pregunto si no lo echa de menos me responde que al principio sí, pero que ya no. Y se acaba su bolsa de Doritos.
12:00 p. m., C1 dirección T4: Ana María y Gonzalo 31 y 37 años
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13:10 p. m., C1 dirección Príncipe Pío: Samira, 24 años
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Samira tiene un hijo que se llama Aaron y tiene un año. Me enseña su foto en el móvil, suelto un "ohhhh" y le pregunto que dónde le han comprado el traje chaqueta y la corbata minúscula que lleva puestos. Me responde que en Amazon y, de repente, nuestro tren se para y empieza a avanzar en dirección contraria, a desandar sus pasos. Samira me dice que le ha pasado más veces, que nos bajemos en la siguiente parada y cojamos el primer tren que salga hasta el centro. Eso hacemos.Me habla de algo que le ocurrió hace unos meses, yendo con Aaron en el bus. Una mujer mayor que iba sentada frente a ella empezó a insultarla y a decirle que cómo se atrevía a tener un hijo si seguro que apenas sabía leer. Al irse le intentó escupir. "Me dio mucha vergüenza por si alguien estaba oyendo aquello, y me dolió más por mi hijo que por mí", me dice, y le respondo que a la que debería haberle dado vergüenza es a esa mujer, no a ella. Por cada pregunta que le hago sobre su vida, sobre Aaron o sobre sus viajes en tren, Samira me hace dos sobre mí.Nos despedimos en Nuevos Ministerios una hora después de habernos encontrado en Fuente de la Mora, Samira con las piernas cruzadas y mirando al infinito en el último banco del andén y yo preguntándole si sabía cuándo vendría el próximo tren. Nos damos dos besos y me invita a ir cuando quiera al 100 Montaditos en el que trabaja.Cuando ya no la veo entre la gente se me cae una lágrima porque hoy también llegará tarde a ver a Aaron. Y otra por las mierdas que le dijo la señora del autobús y otra porque nunca me había dado cuenta que no hay negros de dependientes en los supermercados.Ninguno de los desconocidos que me miran en el vagón me pregunta por qué lloro, como hizo aquel señor hace seis años. Me bajo del tren pensando en que sé más de Samira que de la mayoría de mis amigos en Facebook.