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Cultură

“No somos malas personas”: Así es vivir en las calles del Estado de México

De todos sus años durmiendo a la intemperie, la última década Lobo ha vivido en medio del camellón de avenida Central.

Acaba de despertar tras pasar toda la mañana tomando. Se acomoda entre la casa de campaña que cubre uno de los colchones sucios y viejos. Todo es cubierto por un olor a alcohol rancio y el zumbido de los autos que pasan rápidamente en la avenida.

“Ven, pásale a mi casa”, me dice mientras nos sentamos en medio de los colchones, pares de zapatos, cartones y residuos de la propia fiesta que ha tenido desde temprano. Allí a mitad de un camellón de avenida Central en el Estado de México vive Lobo, una persona en situación de calle desde hace 17 años.

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En cifras inexactas porque no se tiene registro vigente, él es uno más de esta población que vive en las calles. El dato más preciso es que aproximadamente hay siete mil personas como Lobo sólo en la Ciudad de México, de acuerdo con el Diagnóstico Situacional de las Poblaciones Callejeras 2017-2018.

“Nadie en mi familia se drogaba. En la escuela sí. En la secundaria, en el taller de Estructuras metálicas había unos morros que eran bien ‘activos’. Yo también tomaba las monas y lo hacía…luego ya no me gustó. Daña mucho el cerebro”, cuenta mientras se sujeta el rostro moreno, con el labio partido por un golpe que está en proceso de sanar y la barba con unas cuantas canas.

Su verdadero nombre es Roberto Cruz, originario del Estado de México. Lobo es un derivado del apodo que recibió desde niño porque tenía sobrepeso y su familia empezó a llamarlo “gordolobo”. De todos sus años durmiendo a la intemperie, la última década ha vivido en medio del camellón de avenida Central.

“¿Y cómo llegaste aquí?”, le pregunto.

“Caminando”, responde e inmediatamente se ríe de su chiste, pero finalmente confiesa que la causa de su condición son las adicciones. Alcohol. Marihuana. Cocaína. Las enumera con sus dedos. “La primera vez que fumé mota fue a los 13 años. Y de allí, toda la vida. Me la encontré, verdad de Dios, como un cigarro ya ponchado junto a unos cerillos Talismán, en la banqueta afuera de mi casa. Lo vi. Yo ya sabía qué era la mariguana y quise ver qué tranza, qué se sentía”.

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En la capital del país, el Protocolo Interinstitucional indica que el Instituto para la Atención y Prevención de las Adicciones (IAPA) es el encargado de brindar tratamientos adictológicos a personas que viven en la calle. Sin embargo, no es información conocida o que genere interés en el espacio donde vive Roberto.

Lobo para de hablar cuando un perro mestizo de color negro intenta cruzar la avenida. “¡No! ¡Quédate allá!”, grita, pero el animal quiere avanzar, así que cruza por él y lo sujeta del collar para poder traerlo. “Ven, también te van a entrevistar”, le dice.

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Su nombre es Retriever, está grabado en la placa que cuelga del collar, regalo que recibieron hace unas semanas por parte de una asociación protectora de animales. Lo adoptó hace unos años, cuando le dijeron que podía quedárselo porque el perro estaba destinado a vivir en un departamento amarrado en la zotehuela.

“Y mira que me ha traído suerte. La gente lo ve, le da de comer y a mí me dicen, ‘mira también dinero para ti, para tu comida y tu chela’. Me ha traído fortuna. Lo tengo bien vacunado y bien alimentado”, presume mientras se agacha para rodearlo con un brazo y que Retriever se mantenga sentado a su lado. Es su compañero y actual familia. “No puedo estar en una casa con mis hijos porque no me pueden ver así”.

“¿Sí tienes familia?”, le pregunto.

“Sí”, responde, y me dice que también son de Nezahualcóyotl.

Roberto empieza a contar con emoción que tiene tres hijos y que hace dos días lo visitó una de ellas para que conociera a su nieta, Carlita, una bebé de cuatro meses. Me platica lo que su hija le dice cada vez que lo visita: “Papá, yo te puedo tener en la casa, pero lo que sí te pido es que no vayas a estar fumando y drogándote porque mis hijos ven cómo te das en la torre. Es mala influencia. Ellos saben quién eres, se les habla con la verdad. El día que tú quieras ir a vivir con nosotros te esteremos esperando”.

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Y asegura que lo hará porque cree que pronto será tiempo, que ya no se siente tan joven y quiere estar con su familia. El pasado 27 de enero Lobo cumplió 50 años. Su plan es desintoxicarse poco a poco. No confía en los centros de rehabilitación porque cree que son sólo lucro, aunque la última vez que estuvo en uno fue hace más de 20 años cuando todavía vivía en un hogar con su familia.

“Me di cuenta que de allí sales más dañado. Conoces experiencias de otras personas que te despiertan obsesiones. En lugar de rehabilitación hay una degradación. La verdad, yo creo que no hay alguien que de veras ayude como Dios. Si hay personas muy buenas pero no debemos olvidar que estamos en un mundo terrenal donde importa hacer dinero”.

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En la Ciudad de México, el Diagnóstico Situacional de las Poblaciones Callejeras indica que el 46 por ciento de las personas indigentes vive de asistencia social. Sin embargo, Lobo tiene trabajo en una tienda de servicios frente a su domicilio en el pabellón. Es el “viene viene” de los autos y la característica principal de su labor es que siempre la realiza en patines.

“Me gusta rodar, se han vuelto mi pasión. Lo aprendí desde chavo y tengo como seis pares que he conseguido o me han regalado, sólo que todos ya están bien jodidos. Me voy a comprar unos patines de impacto para andar más chido. Me gustan las pistas, a veces voy allá por San Cosme, otras hasta Universidad o cerca del Autódromo Hermanos Rodríguez”, cuenta mientras de la casa de campaña comienza a sacar unos cuantos pares para mostrarlos con emoción pero dejarlos caer al suelo junto a los cartones.

Entre la alegría de mostrarme sus patines y hablar de un pasatiempo, acaricia la cabeza de Retriever y por unos momentos se ve contento de la vida que ha escogido allí en el camellón, entre las adicciones y el dinero que le alcanza para comer, bebiendo en las mañanas y trabajando en las tardes. Todas las tardes. Incluso aquel año y medio cuando tras ser atropellado por un auto tuvo que laborar en silla de ruedas, en muletas y finalmente con bastón.

“Es triste vivir en soledad. Te despiertas y lo único que piensas es en fumar o tomar. Ya estoy aburrido de esta vida, hay cosas que he estado dejando pasar. Mis nietos… verlos crecer, que yo les pueda invitar un refresco, un dulce, lo que sea… Es lo que más deseo. Algún día voy a dejar las drogas, porque sí quiero ver a mis nietos. Si llegan a tener alguna adicción será por ellos. Yo no juzgo a nadie, cada uno hace lo que quiere y es responsable de eso”, reflexiona.

Cuando llega el momento de despedirme de Lobo, me ayuda a cruzar la avenida. Antes de dejarlo le pregunto por sus días malos y me responde que casi no los hay y cuando ocurren son sólo eso, días malos; mientras que “los días buenos son cuando conozco gente nueva. Digo que qué bueno no pasar a desapercibido porque nosotros, la gente de la calle, no somos malos. Me da gusto que los demás sepan que no somos malas personas. Así que hoy es un día bueno”.